sábado, 4 de enero de 2020

CASI.

Tengo que reconocer que he estado a punto de rendirme. Una mala racha de solo tres meses casi puede conmigo. Y digo solo tres meses porque las he tenido bastante más largas, pero nunca tan duras y es que cada vez se hace más difícil superar los baches. Cuando el cuerpo te falla, la cabeza le sigue y cuando la cabeza no tira del carro, el cuerpo se rinde. La pescadilla que se muerde la cola. Una espiral que culmina en el agotamiento físico, mental y emocional. Llega el día en que solo el “reptil”, cargado de puro instinto de supervivencia, consigue que el resto del ser sobreviva, desalentado y sin esperanza, solo descontando días, horas y minutos. Para colmo, llega mi temido diciembre y todo empeora. Días cortos, frío y oscuridad. Recuerdos tristes y la generalizada falsa felicidad, amor de mentira y consumo desmedido, todo envuelto en luces y brillantina, solo para disimular la pobreza de nuestra moral y castigarnos el bolsillo en febrero. También, cada año, a finales, una angustia me hormiguea en las tripas, como si se me acabara el tiempo para terminar algo que ni siquiera recuerdo tener planeado. No hablo del cargo de conciencia por no haber cumplido los propósitos de la última noche vieja, porque hace años que no me hago este tipo de promesas. A lo mejor es la edad, pero en los últimos tiempos, siempre que termina un año, caigo en todas esas cosas que ya pensaba que habría hecho, pero que es poco probable que ya vaya a poder hacer. Todo esto y otras piedrecitas en los zapatos que se cuelan por el camino casi consiguen que abandone.

Pero ha sido terminar el año y, aun en el barro, he recuperado la energía justa para seguir caminando un poco más, pisoteando mis propios infiernos, lanzándome al vacío como he hecho tantas veces, guiñándole sonriente a la desgracia y gritando sin voz, porque la lucha no ha acabado. He podido encontrar una vez más la motivación que sacude mi mundo y no es precisamente alcanzar una meta particular. La chispa que arranca el motor es la responsabilidad de no dejar que mis hijos piensen que cuando la cosa se complica la solución es rendirse al desánimo. No hacer que mis padres crean que no han sido capaces de insuflar en mí el suficiente valor como para sobreponerme tras cada caída. Y no abandonar en el día a día a mi compañera, que acarrea cansada parte de mi carga intentando ignorar su propio sufrimiento. No lo hago por mí y si estuviera solo, seguramente no lo haría. Lo hago por ellos, por todos. Para demostrar que cuando no hay culpables que buscar, cuando la solución no se antoja cerca, lo único que nos queda es demostrarle a la vida que venga lo que venga no va a ganar la batalla. Porque solo pierde el que se rinde y si cuando llega tu hora, sea cuando sea, puedes mirar atrás y decir “a pesar de todo lo malo, no has conseguido que fuera infeliz” entonces habrás ganado.



Si paras… pierdes y el que pierde muere. (Javier Jiménez 2020)