lunes, 29 de agosto de 2011

DÍA DE PLAYA

            Ayer estuve en la playa, en una de esas playas que están junto al mar, el mar mediterráneo en este caso, toda llena de arena apuntalada por cientos de sombrillas y parcialmente cubierta por toallas de mil colores, sobre las que, personas de toda índole, toman su dosis de radiación solar veraniega, con la esperanza de que el bronceado les dure hasta navidad. Mucha gente, cada cual con su tema, unos escuchando algo con sus auriculares, otros leyendo un libro o una revista, alguno haciendo castillos en la arena y parejas jugando a las paletas en la orilla mientras pequeños grupos familiares juegan a las cartas o al parchís bajo inmensos palios de lona y rodeados de todos los artículos que se pueden comprar en la sección de acampada y tiempo libre de cualquier gran superficie. Y muchos niños, como siempre desde que yo también lo era, criaturitas a mansalva, correteando y salpicando agua y arena a los que dormitan sudorosos sobre una esterilla (por cierto, ya no se ven muchas esterillas de playa). Esos jovenzuelos que hacen agujeros en la arena para luego enterrarse en ellos, esos seres pequeñitos que chillan incansables reventando las siestas de más de un dominguero resacoso. Esos chiquillos y chiquillas que, cada domingo de verano, se pegan el madrugón para que sus padres puedan clavar su bandera en el mejor sitio de la playa y así poder disfrutar del mejor día de la semana.
            Yo estuve con mi hija, de once meses. Después de varios intentos fallidos, ahora le encanta el agua. Parece que quisiera nadar, meneando su piernecillas mientras la llevo cogida de la barriga. Se lo pasa pipa dentro del agua, a pesar de esa especie de espumilla que flota sobre el agua y que, dicen, proviene de las cremas corporales que se usan para prevenir lesiones dérmicas varias y aceites para dorar la piel cual pollo asado. Pero no es ese detritus marino el que más me incomoda.
            Antes no lo apreciaba, ahora sí. Hay más colillas en la arena de la playa que balones de nívea (otros que también están desapareciendo). Yo, a pesar del artículo sobre el tabaquismo, aun sigo siendo fumador y en la playa, todavía, se puede fumar. Se comprende que los fumadores se carguen medio paquete de cigarrillos mientras realizan sus labores habituales de ocio costero, pero por qué cojones tiran las colillas a la arena, como si de un cenicero gigante se tratara. Si nos acordamos de echar el tabaco y el mechero, tan difícil no es llevarse un recipiente de esos que venden en los bazares por un euro, para apagar el cigarrito. O más fácil, usar la lata de refresco, una vez consumido, como depósito para filtros y tirarla en la papelera con el resto de residuos antes de irnos. La ceniza es lo de menos porque es orgánica y fácilmente degradable, pero el filtro permanecerá ahí por los siglos de los siglos. A todos los fumadores que lean este blog y no hayan caído en ejercer esta higiénica práctica, les pido, por favor, que empiecen a plantearse que, a todos nos gusta tumbarnos en la arena, pero a pocos nos agrada hacerlo sobre campos de colillas.

Nada necesita tanto una reforma como las costumbres ajenas.
Mark Twain (1835-1910) Escritor y periodista estadounidense.


lunes, 22 de agosto de 2011

COMO PASA EL TIEMPO

            Llegamos tarde al trabajo, llegamos tarde a recoger a nuestros hijos al colegio, llegamos tarde a la cena, llegamos tarde al cine, llegamos tarde a las bodas, llegamos tarde a los funerales, llegamos tarde a nuestra vida. El tiempo, un concepto cruel, una palabra definible solo por una minoría y que subyuga a la inmensa mayoría. Todos estamos atrapados en el incesante correr del tiempo y nos amoldamos a él de la mejor manera posible. Pero hoy, cada vez más, esa cuenta infinita de segundos aplasta nuestra existencia y nos hace esclavos del reloj. Vivimos dentro de una agenda, con un cronómetro pegado a nuestro culo y con la inquietante sensación de que nos faltan horas para cumplir nuestros quehaceres.
            Empiezo a estar cansado de esta vida tan calculada y cuadriculada donde el paso del tiempo nos pisa los talones y ni siquiera nos da la opción de darle a la pausa para respirar, volver atrás para rectificar errores o saltar hacia el futuro para evitar alguna que otra situación traumática. Solo podemos farfullar mientras seguimos adelante, porque cada minuto que pasa son sesenta segundos que no podemos recuperar. Tal vez, algún día, el único reloj que nos guíe sea el biológico y solo tengamos que preocuparnos por la hora de dormir o la hora de comer y todo lo demás se hará cuando nos apetezca. Hace tiempo dejé de llevar reloj, pero como llevo siempre el teléfono móvil (otro artículo esclavizador) siempre sé lo tarde que voy a cualquier sitio. Cierto es que, con una buena organización y planificación, el tiempo puede cundir mucho más. Lo malo es cuando queremos meter en nuestra agenda más actividades de las físicamente realizables, porque ni el tiempo se dilata, ni nosotros nos desdoblamos y de ahí viene toda esa ansiedad cotidiana que produce este sistema en el que nos vemos sumergidos y pocos son los que pueden escapar.
            Me acabo de proponer liberarme de la esclavitud de la que el tiempo me ha hecho preso. Pienso detenerme más y dejar que los minutos sigan pasando, mientras disfruto de cada sonrisa de mi hija. Quiero sentir más cada beso de mi mujer, dure el tiempo que dure, sin preocuparme si mañana tengo que madrugar. Caminaré más y correré menos, sin importarme tanto el llegar, como el regocijarme en cada paso que dé. Deseo vivir como si cada día fuese el último y sin preocuparme que lo sea. Añoro esa paz interior que te hace flotar cuando eres niño y desconoces el concepto del tiempo. Echo de menos esos días en los que no me preocupaba perder cada segundo de mí vida, que tal vez no lo perdía, más bien lo vivía. Este artículo termina aquí. Sé que ha sido un poco más corto de lo normal, pero es que no me ha dado tiempo a más.

          “La vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes”

John Lennon (1940-1980). Cantante y compositor británico.

lunes, 15 de agosto de 2011

CAMARERO, POR FAVOR.

                  El otro día estuve rememorando aquellos  maravillosos años en los que amasaba grandes fortunas a base de atender comensales en refectorios, a cual más respetable. Fue una época feliz, pese a la dureza de mi labor. Me divertía, aprendía, conocía a todo tipo de personas, hasta ligué en alguna ocasión. Modestia aparte, el oficio no se me daba nada mal, cada día era mejor y eso me gustaba. En fin, ¿qué más se podía pedir para un joven, que no hacía tanto que había salido de la edad del pavo? Pero, como suele ocurrirme, acabé aburriéndome y abandoné para dedicarme a otros menesteres. Casi todo el mundo sabe que trabajar en la hostelería es un auténtico mojón, mucho trabajo físico, horarios intempestivos, sueldo mediocre (supongo que los lectores habrán supuesto que lo de amasar fortunas era coña) y lo peor de todo, la atención al cliente.
Todo hay que decirlo, hay muchos clientes que da gusto atender, son agradables, te tratan con respeto y son agradecidos. Pero encontramos, por contra, tantas o más que al servirlas consiguen que te den ganas de orinar en su sopa. Existen muchos tipos de mal comensal. Tenemos al energúmeno prepotente que piensa, una vez que está en el local, que todo el servicio tiene que adorarlo, como si de una estrella se tratase y satisfacer todos sus caprichos como si fueran esclavos los que le atienden. Este individuo, normalmente, suele ser una criatura acomplejada, porque en el trabajo es el último mono o porque en su casa, su señora lleva los pantalones. A estos tipos, sabiéndolos llevar, se les bajan rápido los humos, pero aun así, hay que aguantarlos. Otro caso, igual de odioso que el anterior, es el mileurista dominguero, normalmente va acompañado por toda la familia, mujer ama de casa, niños mal educados y suegra viuda, además de repelente. Este grupo, sale a comer dos domingos al mes, el hombre suele entrar pidiendo mesa, con toda la cara de querer estar tirado en el sofá de su casa viendo un programa de deportes y les gusta degustar los mismos manjares que llevan toda la semana saboreando en su hogar. Por ir terminando, y no por falta de categorías, tenemos al chistoso, creyente de ser el mejor humorista de la sala y pretendiente de animar el cotarro con un despliegue “improvisado” de chascarrillos y ocurrencias con menos gracia que un niño muerto. Como decía, podría redactar una enciclopedia con todas las calañas que se tiene el disgusto de conocer trabajando en servicio de mesas, pero en vez de eso, voy a enumerar una serie de normas básicas que todas las personas que entran en un local hostelero deberían conocer y respetar.
1 – Cuando entre en el establecimiento, pida mesa antes de sentarse.
2 – No llame al camarero haciendo palmas ni silbando, no es un perro. Bastará con levantar la mano o llamarle diciendo “perdone” o “oiga”.
3 – Tenga claro lo que van a pedir antes de llamar al camarero y no se empeñe en querer modificar los platos de la carta, ni pedir alimentos que no se incluyan en el menú.
4 – Intente controlar, en la medida de lo posible, a sus vástagos, para que no hagan tropezar al servicio.
5 – No exija que se le invite a un chupito, por mucho que se haya gastado en la cuenta. Queda bastante ruinoso. El negocio le invitará si tiene la costumbre.
6 – Pida las cosas por favor y de las gracias. No cuesta nada ser amable.
7 – No trate a los que le atienden como si fueran inferiores a usted. Nunca se sabe cuándo podrían orinarse en su sopa.

"¿Pagar la cuenta? ¡Qué costumbre tan absurda!"
Groucho Marx (1890 -1977) Actor estadounidense.

lunes, 8 de agosto de 2011

VOY A ECHAR UN CIGARRITO

          Por más números que hago, no me salen las cuentas. Mientras me fumo un pitillo y su sinuosa humareda me envuelve, me ha dado por sumar, o más bien restar. El paquete me cuesta en el estanco 3,40€, a 0,17€ el cigarrito. Yo fumo unos 16 cigarros diarios, eso resta unos 1000 € al año de mi maltrecha cuenta bancaria. Seguro que más de uno ya había hecho estos cálculos y yo no sé a los demás, pero a mí se me ponen los pelos como escarpias cada vez que lo pienso. Los antitabaco, tan de moda estos días, nos seguirán insistiendo en lo perjudicial que es este vicio para la salud y encima ahora echarán más sal en la herida con el tema económico. Hablamos de un  mes de trabajo de un mileurista de a pié, que se pasa por el pecho unas buenas vacaciones, un par de meses de hipoteca, el gasto de electricidad de todo el año o cualquier otra cosa de esas que nos cuesta tanto pagar cuando a duras penas llegamos a fin de mes. He empezado a informarme sobre el asunto de los impuestos. No sé si me quedo más tranquilo o lo flipo en colores. Hay que ver la cantidad de pasta que mueve el tabaco en este país y, por raro que parezca, los mayores beneficiarios no son las tabacaleras ni los estancos. El porcentaje tributario sobre el tabaco es desproporcionado y se excusa, entre otras cosas,  en la financiación de los tratamientos de enfermos del tabaquismo y derivados. Si Hacienda saca tanto en impuestos y casi todo se le va en sanidad, podrían prohibirlo o mejor aún, legalizar otras drogas que todos sabemos que no son tan dañinas como el tabaco y así dejarían de llevarse todo el beneficio unos delincuentes, que no tributan, para que se lo llevaran otros… que sí tributan. ¿Cuestión de ética? Tal vez habría que redefinir la ética en este aspecto. A mí que no me digan que aquí no consume drogas ilegales el que quiere y cuando quiere. Se ha vuelto más complicado fumar un cigarro que meterse una raya. Para el que le interese, dejo dos enlaces al respecto.
Vicio absurdo donde los haya, el tabaquismo. Es la única droga que conozco que, una vez que eres adicto, su consumo no te produce un efecto placentero. Por el contrario, te sientes mal cuando llevas rato sin fumar y solo filtrando humo de tabaco por tus bronquios se pasa esa angustia que contrae tu pecho, como si el aire que respiras no llenase tus pulmones.  Es curioso, cuando todavía no somos fumadores empedernidos te colocas un poco con las primeras caladas, pero luego, cuando te acostumbras y ya no te hacen efecto alguno, ya es tarde, es cuando necesitas fumar para no sufrir esa desesperante agonía que nos hace esclavos de la dependencia a la nicotina, al mal aliento y al alquitrán en las entrañas. Me despido, que no me queda tabaco y tengo que ir al estanco antes de que cierre.

“El amor, el tabaco, el café y, en general, todos los venenos que no son lo bastante fuertes para matarnos en un instante, se nos convierten en una necesidad diaria”
Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) Escritor español.

lunes, 1 de agosto de 2011

¿POR QUÉ MENGUAN LOS GLOBOS?

Desde que estoy criando un retoño, por mi casa siempre hay algún que otro globo pululando. El otro día observé que las susodichas esferas de goma, rellenas con el dióxido de carbono que emana de mis maltrechos pulmones, van perdiendo su voluptuosidad según pasan las semanas, para ir quedando reducidas al tamaño y apariencia de un seno octogenario. ¿Por qué se desinflan los globos? ¿Por dónde se va el aire que tanto dolor de cabeza causa introducir en esos recipientes de látex multicolor? Seguramente la ciencia de respuesta a esta insustancial duda, pero este efecto misterioso me ha hecho pensar en que existe una analogía entre el proceso menguante de los globos y la evolución a menos del carácter humano.
                No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que hay dos tipos de actitudes en la vida. La primera, la más extendida, es la de la persona “globo sin hinchar” Hay muchas criaturas vagando por ahí que, como un globo que nunca se ha inflado, jamás han tenido un especial interés por asunto alguno y a la mayoría tampoco les ha preocupado demasiado. Son como esos globos que no se llegan a utilizar y se acaban tirando una vez pasada su fecha de caducidad, porque la goma se pasa y ya no sirven para ser hinchados. En otra dimensión están esos otros a los que les da por inflarse para poder así entrar en el juego. Personas motivadas, repletas de energía, dispuestas a batallar incansables en pos de su sueño. Algunos, como los globos que se inflan demasiado, explotan antes de lo esperado, pero bueno, el que no arriesga no gana y que les quiten lo bailado. Otros no estallan, pero según pasa el tiempo van perdiendo esa presión arrebatadora y acaban mustios y chuchurridos cual pimiento frito. Tanto da unos que otros, porque ninguno es mejor que el anterior, solo son diferentes formas de entender la vida. Yo, personalmente, me he inflado y deshinchado varias veces y solo espero no reventar antes de tiempo.
Tras semejante abuso del recurso metafórico, basta ya de hacer el pamplina pretendiendo dar clases de sociología a los cuatro incautos que van a sufrir la desdicha de leer estas líneas. Según iba escribiendo, caía en la cuenta de lo absurdo de mis palabras. He pasado a engrosar la eterna lista de los maestros liendre, que se creen un paso por delante de los demás y se dedican a dar lecciones de la vida a personas que no las han pedido. Pero cómo vamos a universalizar en dos opciones el temperamento humano. De qué manera queremos englobar (valga el chiste) la virtud humana y compararla con artículos tan mundanos y verbeneros. Arrepentido pues de toda esta sarta de imbecilidades, me acabo de proponer no hacerme más pajas mentales, dejar los temas metafísicos y dedicarme a escribir sobre otras tonterías, pero sin aspiraciones.
Firmado: Un globo medio deshinchado, o a medio inflar.

                “Si quisieran hablar solo de lo que entienden, los hombres apenas hablarían”
Arturo Graf (1848-1913) Escritor y poeta italiano.