lunes, 12 de septiembre de 2011

CAMBIO DE VIDA

Llegaste a mi vida casi sin avisar. Puede que nueve meses sea suficiente para la mayoría, pero para mí no. Después de casi treinta años siendo hijo, doscientos setenta días es una miseria para asimilar que iba a ser padre. Recuerdo, como si fuera ayer, el día que naciste, bueno, todo empezó siendo de día, pero acabó bien entrada la madrugada. Con la parsimonia con la que te tomaste tu entrada (o más bien salida) al mundo, todavía no entiendo las prisas que te entran cuando tienes hambre o sueño. Todo este tiempo, desde el día D a la hora H, ha pasado como un suspiro. Más bien, ha pasado entre suspiros y derrames salivares, alternados con grandes bostezos y restregamientos oculares. Dicen que la vida es un continuo cambio evolutivo y es cierto, nuestras prioridades cambian al mismo tiempo que crecemos y vamos madurando (por no decir envejeciendo). Pero nunca habría imaginado semejante abismo, entre mi anterior e insulsa vida, llena de preocupaciones insignificantes y descomunales alegrías y esta nueva experiencia, repleta de llantos, cacas y mocos. Jamás había echado tanto de menos una siesta, ni había añorado con tanta nostalgia el quedarme en la cama hasta tarde un domingo. No hecho tanto de menos las noches de fiesta y los viajes improvisados, como el no tener que estar preocupado por comprar pañales o preparar papillas. Hace menos de un año que estás aquí y cuando me miro al espejo creo que me ha pasado por encima un lustro. Gracias al cielo que inventaron a las abuelas, no sé cómo se las apañaban antes los padres sin esta herramienta liberadora de tiempo. En fin, con tantos sacrificios y malos ratos como supone la paternidad, me extraña muchísimo que la especie humana no se haya extinguido todavía.
Sin embargo, cuando naciste, todavía preocupado por el bienestar de tu madre, te pusieron en mis brazos, me guiñaste un ojo y fue entonces cuando un escalofrío me atravesó el cuerpo y ya nada volvió a ser igual. En ese momento, el pellizco de unos dedos pequeñitos detuvo mi corazón por una milésima de segundo e hizo que volviera a latir con más fuerza que nunca. Mis ojos, cansados, brillaron como nunca lo habían hecho y mi piel se erizó, tan fría como el hielo y a la vez tan caliente como el sol. Fue cuando me di cuenta de que mi vida ya no valía absolutamente nada. Desde entonces, cada sonrisa fugaz en tu rostro vale por todas las lágrimas del mundo. Cada llanto, por leve que sea, estremece mi alma como si cayera por un precipicio. Con tu primera mirada supe que mis ojos serian los que miren por ti cuando no haya nada bonito que ver. Con tu primer “papá” sentí como una fuerza colosal me sobrevenía, para poder cuidar de ti el resto de mis días. Con tu primer abrazo me di cuenta de lo frágil que eras y la responsabilidad que sobre mí recaía. Con tus primeros pasos, decidí que los míos tendrían que guiarte y que no dejaría de luchar para que todos tus sueños se hagan realidad. Solo espero saber quererte tan bien como mis padres me han querido a mí. Si algún día lees estas palabras, recuerda que eres la mayor de mis motivaciones y que, desde el día de tu llegada, dejé de preocuparme por las nimiedades cotidianas, para dedicar todos mis pensamientos, todos mis esfuerzos, todos mis segundos y dar mi vida si fuera necesario por algo infinitamente más importante que cualquier otra cosa: tú.
Firmado: Un padre.

No puedo pensar en ninguna necesidad en la infancia tan fuerte como la necesidad de la protección de un padre.

Sigmund Freud (1856-1939) Médico austriaco.

2 comentarios:

  1. Sin palabras....has conseguido que se me salten las lágrimas a la vez que sonreía. Enhorabuena papis por la maravillosa niña que habeis traido al mundo:D

    ResponderEliminar